Cuando, en diciembre del 2015, las elecciones generales se tradujeron en una ligera mayoría de la izquierda, se optó por arrojar al sumidero de la historia este “insignificante” botín y se forzó la convocatoria de una nuevas elecciones en las que la izquierda perdió terreno y la derecha recuperó su hegemonía
En efecto, los resultados del 26J pusieron de manifiesto la profunda división de la socialdemocracia y la evidencia de que los procesos cupulares de confluencia pre-electoral no siempre suman, sino que, en ocasiones, restan y dividen
Las recetas neoliberales que se han implementado para superar la
crisis del 2008 han supuesto una importante pérdida de derechos, han generado
un grave sufrimiento social y también han agitado conciencias, han
generado exigencias de cambio y han alterado el panorama electoral. Sin
embargo, en ningún caso la izquierda ha sido capaz de superar nítidamente la
lógica neoliberal.
No lo han conseguido los partidos tradicionales y tampoco lo han conseguido
los nuevos partidos (Podemos, la Francia Insumisa, Syriza, el Movimiento 5
Estrellas y otros de menor entidad) que surgieron al socaire de esta
coyuntura tomando como bandera superar la vieja política y darle una salida
popular a la crisis. Es más: en algunos casos, como Italia o Grecia, estos
partidos han acabado ejecutando políticas radicalmente distintas a las
inicialmente prometidas.
La terrible realidad es que no sólo nos hallamos ante un ciclo conservador
tradicional sino que la alternativa más probable a las políticas
conservadoras es su agudización mediante la contaminación con políticas de la
extrema derecha, como se ha puesto de manifiesto en los últimos procesos
electorales en Europa y América. Lamentablemente, la agitación, la
frustración y el miedo han derivado más fácilmente hacia las propuestas corporativas,
autoritarias y xenófobas de la extrema derecha que hacia las propuestas
solidarias y progresistas de la izquierda
Es urgente, por tanto, que la izquierda y las fuerzas progresistas
inviertan esta deriva abandonando sus inercias, su confusión y su ambigüedad.
La confianza mágica en que el tiempo acabará por darnos la razón, los
discursos autocomplacientes, las promesas simplistas y demagógicas y las
miserias oportunistas son lastres que es imprescindible eliminar.
En el año 2015, cuando se constituyó el gobierno portugués, la
izquierda española apenas prestó atención a este hecho porque estaba demasiado
ocupada en conseguir (o evitar, según el caso) el famoso “sorpasso” y porque
algunos estaban demasiado distraídos con la supuesta, próxima e
inevitable ruptura del “régimen del 78” y con remediar el “fiasco” de la
transición.
Cuando, en diciembre del 2015, las elecciones generales se tradujeron en
una ligera mayoría de la izquierda, se optó por arrojar al sumidero de la
historia este “insignificante” botín y se forzó la convocatoria de una nuevas
elecciones en las que la izquierda perdió terreno y la derecha recuperó
su hegemonía. En efecto, los resultados del 26 J pusieron de manifiesto la
profunda división de la socialdemocracia y la evidencia de que los procesos
cupulares de confluencia pre-electoral no siempre suman, sino que, en
ocasiones, restan electoralmente y dividen políticamente.
Tres años después, Portugal es un país con un Gobierno sostenido por
diversos partidos de izquierda, que no ha hecho la revolución pero que lleva a
cabo una política progresista y realista, que mantiene a raya a la derecha y
donde la extrema derecha no es una amenaza significativa.
En España, por su parte, la exitosa moción de censura al gobierno de Rajoy
ha puesto en marcha una experiencia progresista propiciada por el impacto de la
sentencia de la Gurtel y la corrupción generalizada del PP. La mera existencia
de una alternativa de gobierno tangible ha tenido un efecto positivo en la
opinión pública y parecería lógico pensar que, por parte de las fuerzas
progresistas, habría una voluntad firme de engancharse a este tren para
propiciar un cambio real en el país.
Sin embargo, la realidad es que, seis meses después de la investidura
de Sánchez, una parte de los apoyos parlamentarios ha roto con el Gobierno y su
socio mayoritario ya lo da por liquidado.
No hace falta perder demasiado tiempo en explicar lo que va a suceder en
este país si el balance del actual Gobierno queda asociado a conceptos como
“inviabilidad”, “inutilidad” o “fracaso”. La espectacular deriva del PP y
Ciudadanos hacia discursos y propuestas propias de la extrema derecha en casi
todos los ámbitos, así como la irrupción institucional de Vox, auguran una
auténtica lluvia de azufre en temas laborales, de derechos y libertades,
privatizaciones, respeto a la pluralidad territorial, gestión del problema
catalán, inmigración y un larguísimo etcétera.
Los resultados de las elecciones andaluzas, sin ser necesariamente
extrapolables al resto del Estado, indican bien claramente que no estamos
hablando de hipótesis poco creíbles o interesadas sino de posibilidades
muy reales e inmediatas.
Esta reflexión elemental no parece que vaya a ser capaz de sobreponerse a
los intereses partidistas de algunos actores pero, para quienes firmamos este
escrito, es fundamental que, tras las próximas elecciones generales, pueda
constituirse otro Gobierno que avance por la izquierda.
Que se aprueben unos nuevos presupuestos ayudaría sin duda a este propósito
pero no nos engañemos: lo esencial es que, en los próximos meses, se aprueben
las medidas relativas a salario mínimo, pensiones, protección medioambiental,
memoria histórica, código penal, etc que ya están sobre la mesa.
Que cualquier fuerza progresista, pueda oponerse a ello o, sencillamente,
entorpecer este propósito constituiría un error imperdonable.
Si, parafraseando a Boaventura de Sousa Santos, aspiramos a “una izquierda
con futuro”, tenemos que centrarnos en los problemas reales de la gente y
lograr que lo necesario sea posible con imaginación, iniciativa, mucha
organización y prácticas políticas coherentes con ese objetivo.
De la misma manera, debemos huir del círculo vicioso de crispación,
volatilidad, confusión y sobresalto permanente que caracteriza la política
española. Este juego beneficia a la derecha y sofoca el discurso y las
propuestas de la izquierda.
Los firmantes de este manifiesto apostamos por el federalismo
español republicano entendido como el federalismo de la libertad, los derechos,
la participación y la responsabilidad, tanto frente al independentismo
como frente al rebufo patriotero.
De igual modo, frente al neoliberalismo y la crisis de legitimidad de la
UE, que lleva a partidos de la izquierda a cuestionarla y refugiarse en la
renacionalización, defendemos el avance social y federal de Europa.
El futuro de la izquierda pasa más por explicar, por convencer al no
convencido y por defender con firmeza nuestros valores y nuestros objetivos
estratégicos. Pasa por defender sin ambages ni excepciones los valores
democráticos; pasa por explicar honestamente la verdad y renunciar a la
demagogia; pasa por poner las personas por encima de las fronteras; pasa por
buscar la sintonía con la sociedad organizada que comparte nuestros
valores; pasa por apoyar sin fisuras un movimiento sindical que es la
primera víctima de este ciclo conservador; pasa, en fin, por reconocernos a
nosotros mismos en nuestra pluralidad, ejerciendo la crítica y la autocrítica
pero sin poner jamás los intereses partidistas por encima de las
posibilidades de colaboración.
Por otra parte, la deseable aspiración a la unidad de acción de la
izquierda política y social española debe ser real y basarse en el respeto a la
pluralidad y no en pretensiones de hegemonía excluyente, en el reproche mutuo,
en estatutos de limpieza de sangre o en estériles tacticismos cortoplacistas.
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